lunes, 25 de enero de 2010

Amor a primera vida.


Amor a primera vida.


Las columnas de humo ennegrecían el cielo. Todavía lo surcaban de tanto en tanto líneas luminosas que descargaban explosivos y, luego de un giro, escapaban veloces.
Por todo el lugar se escuchaban gemidos, ahogados sólo por los derrumbes, ya que nadie vendría a asistir a esos heridos.
Tanteó y se descubrió entero, pero encerrado en lo que poco antes había sido su hogar. Fijó los ojos en un pequeño punto de luz que, ahora lo notaba, era su único contacto con el exterior. Por allí entraba el aire, viciado de destrucción, a fundirse con el de sus pulmones excitados.
Era de día aún, pero el cielo se había cerrado y comenzaba a lloviznar.
Recién entonces recordó a su hijo.
El calor sofocante no parecía detenerlo. Se removió y fue a la luz. Volvió a internarse en los escombros y a salir. Parecía nadar entre ellos y sin embargo
no encontró a nadie.
¿¡Dónde estaba su pequeñito!?
Las manos sangraban, las llamas de miles de incendios iluminaban cada rincón escondido del pueblo bombardeado y parecía que hubiera llegado la Primavera, con su fiesta de colgantes y comidas comunitarias.
Lo único común ahora era el desastre.
Los sueños contrariados de poder de algún monarca, las ansias de territorios conquistables, la ira de algún dios con minúscula, la venganza de algún ser humano. Cualquiera de esas “razones”, todas o ninguna.
Ninguna para justificar tanto líquido derramado.
Entonces lo vió. Estaba en un rincón bajo el tinglado, donde la parra creciera colorida y abundante como en la Tierra. Estaba vivo. Asustado pero vivo.
Afiebrado, con los ojitos brillantes y fijos en ningún punto.Vivo aún.
Lo abrazó cien veces, después juntó lo poco que quedaba de su hogar y se alejó a las montañas, como podía haber intentado cualquier otro camino. ¿Por dónde escapar?
Si su hijo sonreía, él se olvidaba de a poco de lo perdido, de tanta destrucción.
Sus seis brazos, azules por el esfuerzo, aferraban la Vida mientras escapaba: dos para trepar la roca turquesa, dos para llevar algún abrigo, dos para sostener a su hijito que gime y grita, ahora reaccionando de tanto horror.
En un cruce de montaña, se encontró con otros sobrevivientes, sangrantes, lastimosos, desencajados. Ninguno miró hacia atrás cuando se escucharon las últimas explosiones allá abajo en su viejo pueblo.
Siguieron, aferrados a sus posesiones: sus vidas.
Lejos de las razones de los poderosos. Por Amor.

Felipe Ricardo Ávila.